Nada nuevo bajo el sol si decimos que vivimos en un sistema capitalista, heteropatriarcal, racista, capacitista, productivista y colonialista que genera y perpetúa desigualdades y relaciones de dominación y discriminación. Un sistema que ha desarrollado una economía que no tiene en cuenta que como seres humanos somos interdependientes y ecodependientes.
Ha tenido que llegar una pandemia global, el colapso del sistema sanitario y el miedo por la supervivencia de las personas mayores, para sacar a la luz los trabajos de cuidados invisibilizados, que hoy se demuestran imprescindibles para nuestra supervivencia.
Quizá hoy tenemos un poco más de capacidad para ver lo que no habíamos querido ver hasta el momento: el ataque a la vida colectiva para favorecer unas pocas vidas particulares. Esto que la Economía Feminista ha definido como la principal tensión del sistema económico. Una tensión irresoluble y estructural entre el capital y la vida, entre el objetivo del beneficio empresarial y el cuidado de la vida. Hasta ahora nuestra sociedad ha vivido centrada en los mercados y las lógicas neoliberales, y ahora comprobamos que no estamos preparadas para proteger la vida, las vidas de las personas.
El movimiento de la Economía Solidaria, junto con otros movimientos y agentes sociales, defiende que la vida está en el centro del sistema socioeconómico; que los trabajos de cuidados son una prioridad para nuestra subsistencia; que la producción debe orientarse a la satisfacción de las necesidades de las personas y de los territorios y no a la acumulación de capital; y que la naturaleza es vida, e imprescindible para la vida que queremos cuidar. Y hace una llamada a superar las relaciones de subordinación y precarización de los trabajos de cuidados, así como todas las formas de explotación y dominación de las personas, de los colectivos y de la naturaleza.
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